Puse la mano sobre una de las fotografías. Allí estaban la
torre-mirador y la
techumbre en tejas, y a su lado otra imagen: el patio central y el pórtico
con sus
columnas, cada columna de un mármol diferente, como quiso papá.
Ocupando toda
una página del libro estaba el "baño romano", los muebles
y las buganvillas alrededor
del estanque, y el hemiciclo con la estatua de Afrodita. Lo de la estatua
no fue idea
del arquitecto americano -Pollack no era un hombre de excesos-, sino de
su
colaborador cubano, un muchacho graduado de la Universidad de Columbia;
se
llamaba Mendoza y mis padres le dieron mano libre.
He oído decir que mucha gente muere el día de su cumpleaños;
hoy pensé que ése
sería mi caso. Al ver las fotos, sentí que se me apretaba
el pecho, me tembló una
mano, sólo la mano izquierda, y estuve a punto de llamar a mi mujer,
pero la escuché
conversando con Sara y tuve ese gesto postrero de resignación: más
valía que no
me viera morir, que se enterara luego, cuando viniera a ofrecerme una copa,
o
cuando se acercara para ver ella también las casas de La Habana.
En el primer
momento creería que estaba dormido, pero enseguida notaría
mi mano agarrotada;
me tocaría la frente para sentir mi piel, la piel en solitario es
la última certeza. Más
tarde, al ver el libro abierto, al mirar la página que quedó
marcada y leer el pie de
foto: "Baño romano de la casa de los Vilardell", caería en
la cuenta de los motivos
de mi muerte súbita. Sólo a ella pude contarle parte de lo
que había pasado, mucho
después de que nos casáramos, cuando nuestro propio hijo
era un niño de 10 años.
Ella lloró un poquito, me abrazó por la espalda y susurró:
"Cuánto lo siento,
Esteban".
Poco a poco me fui apaciguando, la mano me dejó de temblar y volví
a mirar el
libro. "Papá", me oí decir. ¿Cuántos años
llevaba sin recordar la cara de mi padre?
¿Y la de mi madre? ¿Cuántos años estuve tratando
de recuperar su voz, una vez
que se cerró una noche, y que me fue negada desde ese instante y
para siempre?
Volví a la foto del "baño romano". Miré las celosías
que cerraban los intercolumnios,
recordé el olor de la madera fina y volví a pensar en la
luz, la que entraba desde el
techo, como en un impluvium pompeyano, y la que se filtraba por las ventanitas,
tan
finamente rebanada, tan de color de mantequilla. Mamá pasaba parte
de su vida allí,
rodeada de belleza, cubierta por aquella luz. Sólo una vez la vi
con aquel hombre, el
arquitecto Pollack. Llegué temprano del colegio y, al pasar, oí
algunos susurros, me
detuve a mirar: mi madre, sentada junto a la piscina, hablaba con dulzura,
y el
hombre Pollack, parado en el extremo opuesto, sólo miraba al suelo.
Desde ese día
me grabé su rostro: los ojos pequeños, la nariz ganchuda,
una boquita intensa de
maledicencia y furia. O acaso no, acaso aquella boca era perfecta y complaciente,
la furia y la maledicencia tenían que estar en mí. Recuerdo
que esa tarde entré al
"baño romano" y me interpuse: abracé a mi madre, que me preguntó
si no iba a
merendar. Yo la miré y sentí que había algo en ella
que me traicionaba. No era la
forma en que trataba a Pollack, sino todo lo contrario: en su manera de
ignorarlo, en
la distancia que ponía entre ambos, presentí una cercanía
abominable, una
complicidad con garras, como una fiera que aullaba de dolor.
Hay un escrito en este libro en que mencionan a los arquitectos y hablan
del dueño
de la casa, ponen el nombre de mi padre, que se dedicaba al tabaco, pero
en el
fondo era un artista: pintó los paneles del techo, pintó
retratos de mamá y retratos
míos. A mí dejó de retratarme a los 10 años,
hay una ruptura en ese tiempo, una
frontera que crucé a empujones. En el libro confirman lo que ya
me habían dicho los
amigos: la casa está deshabitada, en ruinas; el órgano que
había en la sala
desapareció hace años, y la estatua de Afrodita fue robada;
el hemiciclo cayó en
pedazos. Me pregunto qué aguas podridas llenarán ahora el
estanque de mi madre.
Pacífico se llamaba nuestro chófer. Murió una noche
del mes de agosto. Había
entrado a la casa en busca de mi padre y se desplomó en la galería
que daba al
patio. Era un hombre grueso y al caer su cabeza se abrió como una
fruta. Le
sangraba casi todo: la nariz, la boca, las orejas. Mamá vino corriendo
desde su
habitación; papá, que estaba en el estudio, se acercó
con un frasco de amoniaco,
pero todo fue en balde. Las dos sirvientas se agacharon y le sostuvieron
la cabeza, y
papá puso dos dedos sobre el cuello de Pacífico. "Está
muerto", dijo, y las sirvientas
rompieron a llorar. Mi madre me hizo un gesto: "Ve a tu habitación,
Esteban".
No tuvo que decirlo dos veces, a mí también me apetecía
alejarme. Salí disparado,
pero, en lugar de ir a mi habitación, me fui a la de ella. Abrí
la puerta y me tiré en su
cama, que era más blanda que la mía; pateé las sábanas
con mis zapatos, me
revolqué con furia, con un súbito dolor tan silencioso como
la muerte que había
dejado fuera. Luego me levanté y me acerqué al escritorio,
que con la prisa había
quedado abierto, tuve un ataque pasajero de locura, no puedo explicarlo
de otro
modo. Saqué papeles, cartas y tarjetas; tiré las fotos de
sus amigas, y de los hijos de
sus amigas. Lo estrujé casi todo en mis manos, y lo que no pude
estrujar, lo pisoteé
sobre la alfombra. Entonces me fijé en los papeles que estaban sobre
el escritorio.
Uno era un borrador, con algunas frases tachadas; el otro era la carta
que mi madre
estaba pasando a limpio cuando la llamaron por lo de Pacífico. La
leí entera, pero
con los años sólo sé que quedó esta frase:
"Es el aspecto íntimo de nuestra relación
lo que me causa este gran sentimiento de culpa". El aspecto íntimo
eran los pechos
de mamá, su vientre que yo vi una vez, el espejismo brutal que eran
sus nalgas, y
ésas también las había visto. No lo pensé dos
veces: mi corazón amargo y vengador
se llenó de una desesperada euforia. Salí de la habitación
con aquellos papeles en la
mano, caminé lentamente por la galería, pasé junto
al "baño romano" y vi que por la
claraboya entraba una luz trémula, que es la luz del fondo de la
noche. Al atravesar
el patio escuché las hojas de los plátanos batiéndose
y me paré aturdido porque el
mármol de una de las columnas me recordó la sangre de Pacífico.
Seguí adelante y
me detuve al lado de mi padre. Ya nadie estaba inclinado sobre el chófer,
lo habían
cubierto con una sábana y una de las sirvientas limpiaba la sangre
que había corrido
por el suelo. Yo levanté la mano y le mostré los papeles
a mi padre. Él me miró sin
comprender, supongo que pensaría que eran dibujos. Pero entonces
oyó el grito de
mamá, ella los reconoció y me dijo: "¿Qué haces
con eso?". Corrió hacia nosotros,
intentó recuperar sus cartas, pero ya era tarde. Mi padre hizo un
gesto para
esquivarla y luego continuó leyendo. Cuando terminó, o cuando
hubo leído suficiente,
vino hacia mí, puso sus manos sobre mis hombros y me sacudió;
luego me dio una
bofetada que me lanzó sobre el cadáver de Pacífico.
Me manché de sangre y
empecé a gritar. Mi madre desapareció y una de las sirvientas
me ayudó a ponerme
de pie.
Al día siguiente toda la casa era un silencio. Sólo recuerdo
eso: la quietud y la
tristeza. El lugar donde cayó el chófer estaba limpio y mamá
no se dejó ver en todo
el día. Mi padre sólo dijo "buen provecho" cuando nos sentamos
a la mesa, mamá
comió sola en su cuarto, debo decir que jamás volvió
a comer conmigo. Ocho años
después me fui a la Universidad de Columbia, me hice arquitecto
como el hombre
Pollack, y en muy contadas ocasiones regresé a La Habana.
La casa la cerró mi madre. Mi padre ya había muerto cuando
ella decidió dejarlo
todo. Se estableció en Bermudas, nunca supe por qué en ese
lugar, ni tampoco con
quién. Al morir ella, alguien me remitió una nota que me
había dejado: "Si vuelves
algún día a La Habana, hazme el favor de demoler la casa".
Pensaba hacerlo, tuve
esperanzas hasta que los amigos empezaron a contarme que todo estaba en
ruinas.
Hoy lo confirmo en este libro. Aquí está la casa de mi padre,
el pórtico con sus
columnas y el "baño romano" con su maldito signo: la estatua de
Afrodita que nunca
nos gustó, ni al hombre Pollack ni tampoco a mí.