Reflexiones: cuentos, poemas y otras joyas
 
editora: Dra. Priscilla Gac-Artigas
 
 
El hombre de Pollack
 
 Mayra Montero
El País, domingo, 22 de agosto de 1999
 
              Hoy he visto la casa de mi padre. La vi tal como era, con la terraza circular y la
              fachada en piedra. Fue en un libro sobre arquitectura, un regalo de cumpleaños que
              me trajo Sara, la mejor amiga de mi mujer. Me dijo: "Mira, Esteban, las casas de La
              Habana", y tuve una corazonada. No sé por qué me imaginé que iba a encontrarla
              allí. O sí, creo que lo sé: la casa fue bastante célebre en sus tiempos, tenía lo que la
              gente dio en llamar "baño romano", que no era más que una piscina íntima, y en ese
              irónico aposento, en ese espacio concebido quién sabe para qué locuras, yo me gané
              la indiferencia y el rencor. A los 10 años, acabé con mi vida.

              Puse la mano sobre una de las fotografías. Allí estaban la torre-mirador y la
              techumbre en tejas, y a su lado otra imagen: el patio central y el pórtico con sus
              columnas, cada columna de un mármol diferente, como quiso papá. Ocupando toda
              una página del libro estaba el "baño romano", los muebles y las buganvillas alrededor
              del estanque, y el hemiciclo con la estatua de Afrodita. Lo de la estatua no fue idea
              del arquitecto americano -Pollack no era un hombre de excesos-, sino de su
              colaborador cubano, un muchacho graduado de la Universidad de Columbia; se
              llamaba Mendoza y mis padres le dieron mano libre.

              He oído decir que mucha gente muere el día de su cumpleaños; hoy pensé que ése
              sería mi caso. Al ver las fotos, sentí que se me apretaba el pecho, me tembló una
              mano, sólo la mano izquierda, y estuve a punto de llamar a mi mujer, pero la escuché
              conversando con Sara y tuve ese gesto postrero de resignación: más valía que no
              me viera morir, que se enterara luego, cuando viniera a ofrecerme una copa, o
              cuando se acercara para ver ella también las casas de La Habana. En el primer
              momento creería que estaba dormido, pero enseguida notaría mi mano agarrotada;
              me tocaría la frente para sentir mi piel, la piel en solitario es la última certeza. Más
              tarde, al ver el libro abierto, al mirar la página que quedó marcada y leer el pie de
              foto: "Baño romano de la casa de los Vilardell", caería en la cuenta de los motivos
              de mi muerte súbita. Sólo a ella pude contarle parte de lo que había pasado, mucho
              después de que nos casáramos, cuando nuestro propio hijo era un niño de 10 años.
              Ella lloró un poquito, me abrazó por la espalda y susurró: "Cuánto lo siento,
              Esteban".

              Poco a poco me fui apaciguando, la mano me dejó de temblar y volví a mirar el
              libro. "Papá", me oí decir. ¿Cuántos años llevaba sin recordar la cara de mi padre?
              ¿Y la de mi madre? ¿Cuántos años estuve tratando de recuperar su voz, una vez
              que se cerró una noche, y que me fue negada desde ese instante y para siempre?

              Volví a la foto del "baño romano". Miré las celosías que cerraban los intercolumnios,
              recordé el olor de la madera fina y volví a pensar en la luz, la que entraba desde el
              techo, como en un impluvium pompeyano, y la que se filtraba por las ventanitas, tan
              finamente rebanada, tan de color de mantequilla. Mamá pasaba parte de su vida allí,
              rodeada de belleza, cubierta por aquella luz. Sólo una vez la vi con aquel hombre, el
              arquitecto Pollack. Llegué temprano del colegio y, al pasar, oí algunos susurros, me
              detuve a mirar: mi madre, sentada junto a la piscina, hablaba con dulzura, y el
              hombre Pollack, parado en el extremo opuesto, sólo miraba al suelo. Desde ese día
              me grabé su rostro: los ojos pequeños, la nariz ganchuda, una boquita intensa de
              maledicencia y furia. O acaso no, acaso aquella boca era perfecta y complaciente,
              la furia y la maledicencia tenían que estar en mí. Recuerdo que esa tarde entré al
              "baño romano" y me interpuse: abracé a mi madre, que me preguntó si no iba a
              merendar. Yo la miré y sentí que había algo en ella que me traicionaba. No era la
              forma en que trataba a Pollack, sino todo lo contrario: en su manera de ignorarlo, en
              la distancia que ponía entre ambos, presentí una cercanía abominable, una
              complicidad con garras, como una fiera que aullaba de dolor.

              Hay un escrito en este libro en que mencionan a los arquitectos y hablan del dueño
              de la casa, ponen el nombre de mi padre, que se dedicaba al tabaco, pero en el
              fondo era un artista: pintó los paneles del techo, pintó retratos de mamá y retratos
              míos. A mí dejó de retratarme a los 10 años, hay una ruptura en ese tiempo, una
              frontera que crucé a empujones. En el libro confirman lo que ya me habían dicho los
              amigos: la casa está deshabitada, en ruinas; el órgano que había en la sala
              desapareció hace años, y la estatua de Afrodita fue robada; el hemiciclo cayó en
              pedazos. Me pregunto qué aguas podridas llenarán ahora el estanque de mi madre.

              Pacífico se llamaba nuestro chófer. Murió una noche del mes de agosto. Había
              entrado a la casa en busca de mi padre y se desplomó en la galería que daba al
              patio. Era un hombre grueso y al caer su cabeza se abrió como una fruta. Le
              sangraba casi todo: la nariz, la boca, las orejas. Mamá vino corriendo desde su
              habitación; papá, que estaba en el estudio, se acercó con un frasco de amoniaco,
              pero todo fue en balde. Las dos sirvientas se agacharon y le sostuvieron la cabeza, y
              papá puso dos dedos sobre el cuello de Pacífico. "Está muerto", dijo, y las sirvientas
              rompieron a llorar. Mi madre me hizo un gesto: "Ve a tu habitación, Esteban".

              No tuvo que decirlo dos veces, a mí también me apetecía alejarme. Salí disparado,
              pero, en lugar de ir a mi habitación, me fui a la de ella. Abrí la puerta y me tiré en su
              cama, que era más blanda que la mía; pateé las sábanas con mis zapatos, me
              revolqué con furia, con un súbito dolor tan silencioso como la muerte que había
              dejado fuera. Luego me levanté y me acerqué al escritorio, que con la prisa había
              quedado abierto, tuve un ataque pasajero de locura, no puedo explicarlo de otro
              modo. Saqué papeles, cartas y tarjetas; tiré las fotos de sus amigas, y de los hijos de
              sus amigas. Lo estrujé casi todo en mis manos, y lo que no pude estrujar, lo pisoteé
              sobre la alfombra. Entonces me fijé en los papeles que estaban sobre el escritorio.
              Uno era un borrador, con algunas frases tachadas; el otro era la carta que mi madre
              estaba pasando a limpio cuando la llamaron por lo de Pacífico. La leí entera, pero
              con los años sólo sé que quedó esta frase: "Es el aspecto íntimo de nuestra relación
              lo que me causa este gran sentimiento de culpa". El aspecto íntimo eran los pechos
              de mamá, su vientre que yo vi una vez, el espejismo brutal que eran sus nalgas, y
              ésas también las había visto. No lo pensé dos veces: mi corazón amargo y vengador
              se llenó de una desesperada euforia. Salí de la habitación con aquellos papeles en la
              mano, caminé lentamente por la galería, pasé junto al "baño romano" y vi que por la
              claraboya entraba una luz trémula, que es la luz del fondo de la noche. Al atravesar
              el patio escuché las hojas de los plátanos batiéndose y me paré aturdido porque el
              mármol de una de las columnas me recordó la sangre de Pacífico. Seguí adelante y
              me detuve al lado de mi padre. Ya nadie estaba inclinado sobre el chófer, lo habían
              cubierto con una sábana y una de las sirvientas limpiaba la sangre que había corrido
              por el suelo. Yo levanté la mano y le mostré los papeles a mi padre. Él me miró sin
              comprender, supongo que pensaría que eran dibujos. Pero entonces oyó el grito de
              mamá, ella los reconoció y me dijo: "¿Qué haces con eso?". Corrió hacia nosotros,
              intentó recuperar sus cartas, pero ya era tarde. Mi padre hizo un gesto para
              esquivarla y luego continuó leyendo. Cuando terminó, o cuando hubo leído suficiente,
              vino hacia mí, puso sus manos sobre mis hombros y me sacudió; luego me dio una
              bofetada que me lanzó sobre el cadáver de Pacífico. Me manché de sangre y
              empecé a gritar. Mi madre desapareció y una de las sirvientas me ayudó a ponerme
              de pie.

              Al día siguiente toda la casa era un silencio. Sólo recuerdo eso: la quietud y la
              tristeza. El lugar donde cayó el chófer estaba limpio y mamá no se dejó ver en todo
              el día. Mi padre sólo dijo "buen provecho" cuando nos sentamos a la mesa, mamá
              comió sola en su cuarto, debo decir que jamás volvió a comer conmigo. Ocho años
              después me fui a la Universidad de Columbia, me hice arquitecto como el hombre
              Pollack, y en muy contadas ocasiones regresé a La Habana.

              La casa la cerró mi madre. Mi padre ya había muerto cuando ella decidió dejarlo
              todo. Se estableció en Bermudas, nunca supe por qué en ese lugar, ni tampoco con
              quién. Al morir ella, alguien me remitió una nota que me había dejado: "Si vuelves
              algún día a La Habana, hazme el favor de demoler la casa". Pensaba hacerlo, tuve
              esperanzas hasta que los amigos empezaron a contarme que todo estaba en ruinas.
              Hoy lo confirmo en este libro. Aquí está la casa de mi padre, el pórtico con sus
              columnas y el "baño romano" con su maldito signo: la estatua de Afrodita que nunca
              nos gustó, ni al hombre Pollack ni tampoco a mí.

 

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