CARLOS FUENTES
«El monolingüismo es una enfermedad curable». Una vez
vi este grafito en un muro
de San Antonio, Texas, y lo recordé la semana pasada cuando el electorado
de
California, el Estado más rico y más poblado de la Unión
Americana, votó a favor
de la Proposición 227, que pone fin a la experiencia bilingüe
en la educación.
Yo entiendo a los padres y madres inmigrantes de lengua española.
Desean que
sus hijos asciendan escolarmente y se incorporen a las corrientes centrales
de la
vida en los Estados Unidos. ¿Cómo se logra esto mejor? ¿Sumergiendo
al escolar,
de inmediato, en cursos sólo en lengua inglesa? ¿O combinando
la enseñanza en
inglés con la enseñanza en castellano? California ha votado
en contra de la segunda
idea, aliándose a la primera. Este hecho no deroga otro mucho más
importante y
de consecuencias infinitamente más duraderas: los Estados Unidos
tienen 270
millones de habitantes, y 28 millones entre ellos hablan español.
A mediados del
siglo que viene, casi la mitad de la población norteamericana será
hispanoparlante.
Éste es el hecho central, imparable, y ninguna ley va a domar realidad
tan
numerosa y bravía.
Hay en la Proposición 227 la comprensible preocupación de
los padres latinos por
el futuro de sus hijos. Pero también hay una agenda angloparlante
que quisiera
someter al bronco idioma de Don Quijote a los parámetros de lo que
Bernard
Shaw llamaba «el idioma de Shakespeare, Milton y la Biblia».
El español es la
lengua rival del inglés en los Estados Unidos. Éste es el
hecho escueto y elocuente.
Es esta rivalidad la que encontramos detrás de la lucha por el español
en Puerto
Rico. En la isla borinqueña es donde más claramente se diseña
la rivalidad
anglo-hispana. Los puertorriqueños quieren conservar su lengua española.
Pero
este apego les veda el acceso a la «estadidad», es decir, a
convertirse en Estado
de la Unión. No prejuzgo sobre la voluntad borinqueña de
mantener el status de
«Estado Libre y Asociado», ganar la independencia o convertirse
en una estrella
más del pabellón norteamericano. En cualquier caso, Puerto
Rico es una nación,
tiene derecho a su lengua española y no puede ser objeto de un gigantesco
chantaje político: tu idioma a cambio de una estrella.
El temor de los legisladores norteamericanos que condicionan la «estadidad»
a la
renuncia de la lengua es, desde luego, el miedo de que, si Puerto Rico
mantiene el
derecho al español, Texas, Arizona o Nuevo México reclamen
lo mismo. Y
tendrían derecho a ello si una lectura fina del Tratado de Guadalupe
Hidalgo de
1848, por el que México cedió la mitad de su territorio nacional
a la conquista
bélica norteamericana, nos demuestra que los Estados Unidos contrajeron,
al
firmarlo, la obligación de mantener la enseñanza del español,
de California a
Colorado, y de las Rocallosas al río Bravo.
La campaña contra la lengua de Cervantes en los Estados Unidos es
un intento fútil
de tapar el sol con un dedo. Los hispanoparlantes norteamericanos son ya,
según
la expresión de Julio Ortega, los «primeros ciudadanos del
siglo XXI». En vez de
hostigarlos, los Estados Unidos harían bien en reconocerlos como
los más aptos
mediadores culturales del nuevo siglo. Me explico: el hispano en los Estados
Unidos no está casado con las amargas agendas del racismo; su composición
mestiza faculta al hispano para mediar efectivamente entre negros y blancos.
Y su
condición fronteriza convierte al norteamericano de ascendencia
mexicana en
protagonista de una cultura movible y migratoria en la que, tarde o temprano,
el
concepto mismo de «globalización» deberá enfrentarse
a su asignatura pendiente:
¿por qué, en un mundo de inmediato trasiego de mercancías
y valores, se impide el
libre movimiento de personas, la circulación de los trabajadores?
Hace 150 años, los Estados Unidos entraron a México y ocuparon
la mitad de
nuestro territorio. Hoy, México entra de regreso a los Estados Unidos
pacíficamente y crea centros hispanófonos no sólo
en los territorios de Texas a
California, sino hasta los Grandes Lagos en Chicago y hasta el Atlántico
en Nueva
York.
¿Cambiarán los hispanos a los Estados Unidos? Sí.
¿Cambiarán los Estados Unidos a los hispanos? Sí.
Pero esta dinámica se inscribe, al cabo, en el vasto movimiento
de personas,
culturas y bienes materiales, que definirá al siglo XXI y su expansión
masiva del
transporte, la información y la tecnología.
Dentro de esta dinámica, los EE UU de América se presentan
como una República
Federal Democrática, no como una unión lingüística,
racial o religiosa. Una
república constituida no sólo por blancos anglosajones y
protestantes (WASPS),
sino, desde hace dos siglos, por grandes migraciones europeas y, hoy, por
grandes
migraciones hispanoamericanas. Aquéllas tenían que cruzar
el océano y eran de
raza caucásica. Éstas sólo tienen que atravesar fronteras
terrestres y son morenas.
La lengua española, en última instancia, se habla desde hace
cuatro siglos en el
sureste de los Estados Unidos. Su presencia y sus derechos son anteriores
a los de
la lengua inglesa. Pero, en el siglo por venir, nada se ganará con
oponer el
castellano y el inglés en los Estados Unidos. Como parte y cabeza
de una
economía global, los Estados Unidos deberían renunciar a
su actual condición,
oscilante entre la estupidez y la arrogancia, de ser el idiota monolingüe
del universo.
Ni los europeos ni los asiáticos, al cabo, van a tolerar la pretensión
norteamericana
del inglés como lengua universal y única.
¿Por qué, en vez de proposiciones tan estériles como
la 227, los Estados Unidos
no establecen un bilingüismo real, es decir, la obligación
para el inmigrante hispano
de aprender inglés, junto con la obligación del ciudadano
angloparlante de
aprender español?
Ello facilitaría no sólo las tensas relaciones entre la Hispanidad
y Angloamérica,
sino la propia posición norteamericana en sus relaciones con la
Comunidad
Europea y, sobre todo, con la Comunidad del Pacífico. El multilingüismo
es el
anuncio de un mundo multicultural del cual la ciudad de Los Ángeles,
ese Bizancio
moderno que habla inglés, español, coreano, vietnamita, chino
y japonés, es el
principal ejemplo mundial.
Hablar más de una lengua no daña a nadie. Proclamar el inglés
lengua única de los
Estados Unidos es una prueba de miedo y de soberbia inútiles. Y
una lengua sólo
se considera a sí misma «oficial» cuando, en efecto,
ha dejado de serlo. En materia
cultural, las lenguas bífidas son propias de serpientes, pero emplumadas.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
El País, 21 de junio de 1998